sábado

WILLIAM SHAKESPEARE.- OTHELO

(Acto III, escena III)

YAGO.- Señor, temed mucho a los celos, pálido monstruo, burlador del alma que le da abrigo. Feliz el engaño que descubre el engaño y consigue aborrecer a la engañadora, pero ¡ay del infeliz que aún la ama, y duda, y vive entre amor y recelo!

OTELO.- ¡Horrible tortura!

YAGO.- Más feliz que el rico es el pobre, cuando está resignado con su suerte. Por el contrario el rico, aunque posea todos los tesoros de la tierra, es infeliz por el temor que a todas horas le persigue, de perder su... ¡Dios mío, aparta de mis amigos, los celos!

OTELO.- ¿Qué quieres decir? ¿Imaginas que he de pasar la vida entre sospechas y temores, cambiando de rostro como la luna? No: la duda y la resolución sólo pueden durar en mí un momento, y si alguna vez hallares que me detengo en la sospecha y que no la apuro, llámame imbécil. Yo no me encelo si me dicen que mi mujer es hermosa y alegre, que canta y toca y danza con primor, o que se complace en las fiestas. Si su virtud es sincera, más brillará así. Tampoco he llegado a dudar nunca de su amor. Ojos tenía ella y entendimiento para escoger. Yago, para dudar necesito pruebas, y así que las adquiera, acabaré con el amor o con los celos.

YAGO.- Dices bien. Y así conocerás mejor la lealtad que te profeso. Ahora no puedo darte pruebas. Vigila a tu esposa: repárala bien cuando hable con Casio, pero que no conozcan tus recelos en la cara.
No sea que se burlen de tu excesiva buena fe. Las venecianas sólo confían a Dios el secreto, y saben ocultársele al marido. No consiste su virtud en no pecar, sino en esconder el pecado.

OTELO.- ¿Eso dices?

YAGO.- A su padre engañó por amor tuyo, y cuando fingía mayor esquiveza, era cuando más te amaba.

OTELO.- Verdad es.

YAGO.- Pues la que tan bien supo fingir, hasta engañar a su padre, que no podía explicarse vuestro amor sino como obra de hechicería...
Pero ¿qué estoy diciendo? Perdóname si me lleva demasiado lejos el cariño que te profeso.

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